viernes, 13 de enero de 2012

Música en el pantano





















El tiempo puede ser una cadena
a la que faltan eslabones.
Así había sido
y así lo habías sentido.
Pero también habías proferido
los rugidos de la desesperación
y el ruido fragoso del odio,
pateando las calles,
babeando esclavo de la ansiedad
hacia una diversión a cualquier precio,
una destrucción totalmente narcotizante,
totalmente cambiante…

Buscabas el ruido,
odiando lo conocido,
sintiéndote tú mismo odiado,
incomprendido,
pero no comprendías
la naturaleza del sonido.
Una vez más vino la fiebre,
una cárcel de aislamiento y flojera
en torno de tu frente,
deseando, aun estando inmóvil,
los destinos marcados
y la esperanza agotada.

Pero no,
no era eso el sonido,
y el sonido nunca ha sido el ruido,
no,
no lo ha sido.

Luego la oscuridad,
necesaria,
fiel siempre en cada esquina,
esperando,
comprendiendo,
siempre siendo nada más que ella misma.
Nunca se había ido,
pero ni te odia ni te ha querido,
posiblemente la única
capaz de tener tal sentido.
Un vacío,
una ausencia,
escondido,
pero presente.

Y entonces,
ese día volvió a surgir,
susurrando,
besándote su música en la nuca,
como siempre había hecho.
Ya no había odio,
ya no sentías miedo,
porque sabías que llegaría la muerte
pero que seguías estando vivo.
Y ese fue tu nirvana,
tu banda sonora cotidiana,
esa tu musa enamorada,
una belleza rodeándote
en una universal telaraña
de sensaciones:
los ecualizadores del edificio
se hacen grietas,
subiendo y bajando en arpegios,
una única ventana llena de guirnaldas
brillando en el gris edificio.
Envolviéndote un frío nórdico,
una niebla en el borde del mundo,
relajando y mostrando
y volviéndote ebrio,
loco, extraño, distinto a los ojos de todos,
porque ahora en el pantano sediento
estoy sintiendo y escuchando
la música de los nenúfares
latiendo.



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Foto:
-Portrait de Philippe Fichot